Vladimir González Roblero//Divergente.info
En la taquilla una señora me pregunta si quiero gradas o ringside. Le digo que gradas, para ver desde las alturas a los gladiadores. Atrás de mí la gente se alborota: pasan unos que tienen facha de luchadores. Muchos se arremolinan en la entrada y palmean sus espaldas. Ellos, los luchadores, llevan una maleta, como si fueran a viajar. Uno hasta usa de esas que tienen llantitas.
Afuera del Deportivo Roma, sobre la avenida, un vendedor tendió una manta en la que puso máscaras, fotos, muñecos y llaveros. Me quedo viendo las máscaras. Hay del Santo, Blue Demon, Mil Máscaras, Atlantis, Octagón; otras que ni siquiera conozco. Extravagantes. Me gustan las fotos de las luchadoras. Tienen unas piernotas. Algunas se cubren el rostro, cambian de identidad. Las hay güeras que hasta parecen barbies. No me las imagino haciendo la quebradora, o volando desde la tercera cuerda. Nenas. Otras son gordas, peso completo.
—¿Cuál le doy?
—¿Esa piernuda cómo se llama?
—Es la Cintia, ya vino desde hace rato.
La Cintia está anunciada en la pelea estelar. La acabo de conocer por la foto, no sabía cómo era. Solamente vine a ver a la Cintia porque tiene bonito nombre. Cintia. Hay bulla adentro del Deportivo. Algarabía.
El señor de la puerta me pide el boleto. Me manda a otra puerta. Ésta, por la que quería entrar, es para ringside.
Poco a poco las gradas se llenan. Aparecen los vendedores de palomitas y cacahuates; la cerveza la ponen hasta allá arriba. Quien quiera una tiene que caminar. Música de antro. Parloteo, risas, gritos. La función no comienza. El ring está vacío. Es una invitación: los niños se ponen máscaras y se trepan. También las niñas. Se escuchan los costalazos.
Una voz: ¡Señoras y señores, niños y niñas, todos: buenas noches, la función va a comenzar!
La gente se vuelve loca y comienzan a desfilar los luchadores. Uno tras otro. El espectáculo, la nota, la da el réferi. Hasta que aparece la Cintia. Silbidos, besos, apachurros, mamacita.
Cintia con esas piernotas, rubia, una nena. Cintia con esa carita, boquita, cinturita, nalgotas. Cintia toma de los pelos a su contrincante y la avienta contra las cuerdas. La recibe con una patada en el estómago; después una cachetada. ¡Cintia, Cintia, Cintia! Cintia tomada por el cuello, picada de los ojos, arrastrada de la greña por todo el ring. ¡Buuu!, ¡pinches cochinas! ¡Cintia, levántate!
—¡Cintia, mamita, cariñito, tú puedes! —grito fuerte. Parece que la Cintia me escucha, me guiña un ojo. Se sube en las cuerdas. Desde lo alto se lanza. Pum. Desparrama a su contrincante, la hace papilla. Encima, uno, dos y tres. Cintia gana la pelea.
Apenas termina la función, la gente se apiña en los vestidores. Esperan a que salgan los luchadores. Yo quiero ver a la Cintia. Salgo.
—¿Entonces qué, señorita, cuál se lleva?
—Deme la foto de la Cintia, por favor.
Camino a los vestidores. Espero que la Cintia me dé su autógrafo.
*(Texto publicado originalmente en 2005 en la columna Ucronía)
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