Vladimir González Roblero//Divergente.info
Uno
Cotidianamente leo. Lo hago para preparar una clase, escribir algún artículo o estudiar temas vinculados a mi actividad profesional. Son lecturas interesadas. Las que hago por placer a veces son complicadas. Al menos para mí. Necesito encontrar espacio y momento. Generalmente sucede en lugares de tránsito. Es curioso: los espacios ajenos, donde cada usuario es un completo desconocido, me liberan de la obligación. Me refiero a los autobuses, aeropuertos, hoteles. Entonces rescato aquella novela, ensayo, volumen impreso o virtual.
Es placer, también, recuperar la memoria a través de ejercicios autoetnográficos. ¿Cómo leo? ¿Dónde? ¿En qué soportes? Hay indicios que, quizá, dejo a propósito: un boleto de taxi del aeropuerto de la Ciudad de México; una entrada a la Feria Internacional del Libro de Bogotá, un recibo de la caseta de cuota de la carretera a San Cristóbal.
Guiños al pasado y a sus lecturas.
Dos
Un amigo, con quien comparto el prurito por la ficción, me regaló El juego del otro (2010). Se trata de ejercicios ensayísticos, literarios y artísticos que ponen a prueba el poder de la impostura en lo real. Los textos son firmados en coautoría: Enrique Vila Matas/ Jean Echenoz; Paul Klee/ Barry Gifford, y Paul Auster/ Sophie Calle.
Encontré la oportunidad para leerlo en un hotel. Fascinante. Sin que necesariamente sea esa su intención, los textos señalan la capacidad de lo fingido como estrategia para conocer el mundo. Mucho podemos/debemos aprender los científicos sociales, incluso quienes se adentran en los estudios humanísticos. El arte, como paradigma de lo ficticio, muestra realidades empíricamente inexplorables, configura escenarios probables y orientan nuestras miradas.
Tres
Es común, hasta cliché, deambular en las librerías de los aeropuertos. Antes de subir al avión compro alguna novela. Las esperas suelen ser largas, los recorridos tediosos, y las estrategias escapatorias literarias. En uno de esos rituales (la misma lectura lo es) compré El amante de Janis Joplin (2001) de Elmer Mendoza. Del autor tenía referencias por algunos compas de la frontera norte. Sus temas: la violencia, el narcotráfico, la cultura norteña no-romantizada.
Comencé a leerla en una sala de espera, la continué no sé a cuántas millas de altura, en el avión, la avancé una noche en el hotel, y la concluí de regreso en casa. No fue en el tránsito de vuelta porque viajé enfermo. Me atacó un paralelismo: imaginé al personaje principal de la novela, David, como un superhéroe de Marvel. En cada circunstancia, siempre violenta, éste se sobreponía gracias al don de su mano derecha, que le había valido incluso un contrato en el béisbol de las grandes ligas.
Obvio ya había visto las series Jessica Jones, Luke Cage y The Defenders en Netflix.
Cuatro
Fui a una reunión social a la selva Lacandona. Hice el viaje en automóvil. Fueron casi 8 horas, algunas de ellas en camino de terracería. Como los aldeanos sabemos, el primer tramo fue a través de la mal llamada autopista Tuxtla-San Cristóbal. Después de pagar el peaje, guardé el recibo en la funda de la tableta. A ese viaje no llevé un libro impreso, recién había comprado en formato epub La mara (2011), novela de Rafael Ramírez Heredia.
La estancia fue espectacular: senderismo, historias de la tradición maya, traslado en lancha, pinturas rupestres, pescado tatemado. El par de noches, en la calma de su espesura, leí lo más que pude. Por ese entonces escribía un artículo sobre la frontera sur y su literatura. Pero no quise hacerlo de La mara. Si no perdería el encanto del placer.
Hallé el gozo en sus páginas y fuera de ellas. La exuberancia de la Selva tuvo parangón en el escenario de La mara: el Soconusco. La vegetación exacerbada, el ambiente carnavalesco y sus cantinas.
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